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Opinión

  • Crisis y publicidad de la Administración

    12 de diciembre 2011

    En los tiempos que corren, hablar de recortes es como decir que en Almería llueve poco. Estamos rodeados de ese concepto, que se viste muchas veces en positivo: ahorro de costes, optimización de recursos, etcétera.

    La debacle de los ingresos del Estado ha obligado a actuar por el lado de los gastos, modificando una dinámica de derroches sin sentido e inversiones de dudosa utilidad pública, especialmente en el campo autonómico, donde el resumen de su justificación podría ser un eslogan publicitario: “Porque yo lo valgo”. El cambio de comportamiento ha sido brutal y apunta a que la tendencia va para largo.

    Si el recorte afecta a capítulos tan básicos como el sistema sanitario, la educación o la investigación, la publicidad no va a ser una excepción. Y aquí llega el momento en el que el concepto de optimización debería dejar de ser un eufemismo para esconder recorte y convertirse en una realidad a perseguir activamente. Tras el recorte, debería llegar la obligada optimización de los menguados recursos.

    Es lo que está haciendo, por ejemplo, el Ministerio de Defensa, del que se avanza está preparando la creación de un departamento que va a planificar la compra conjunta de material para los tres ejércitos.

    En el caso de la publicidad puede parecer más complejo, pero no debería eludirse el reto. El despilfarro de los recursos públicos financiados por los españoles en publicidad institucional mal gestionada ha sido tremendo en los últimos años. Ni siquiera la Ley de Publicidad Institucional, con todo su consenso y su buena voluntad, ha conseguido que los gobiernos autonómicos y municipales se hayan privado de mezclar campañas de información con objetivos a la mayor gloria de dichos gobiernos. Cuántas veces no se ha ironizado en los medios sobre el precio del cartel que enmarcaba una obra pública en relación al presupuesto de la obra en sí.

    El sector publicitario se ha ofrecido en innumerables ocasiones a las administraciones y al Gobierno de turno para colaborar en la mejora de la gestión de los presupuestos públicos de publicidad y, ciertamente se han hecho avances, pero de muy escasa entidad, sobre todo si se compara con al situación actual de las cuentas públicas.

    Estamos ante una ocasión de oro para que el nuevo Gobierno pueda aplicar algún plan en esta materia y no sólo por la situación de precariedad actual, sino por la cantidad de gobiernos autonómicos que tiene en su mano el partido vencedor. Seguramente podemos pensar, con razón, que una centralización de compras no sólo sería muy mal vista por los barones locales, sino que quizás no traería una optimización real, pero hay un enorme campo para encontrar formas de mejorar la gestión sin necesidad de llegar a ese extremo. Hay pocas esperanzas de que de verdad se consiga mejorar la gestión de la publicidad institucional, que por otra parte consideramos muy necesaria frente a la demagogia bienpensante, pero es cierto que ha habido pocos momentos tan propicios como éste para lograrlo.

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